martes, 2 de junio de 2009

Tiene la mirada de cobre y no frenó al escuchar el grito. Los pies como tartas, encharcados. El andar trabajoso. La Luna contornea su figura. Todo él chorrea, aporta al barro circundante. Las plantas y matorrales no lo frenan, lo acarician. El barro lo frena. Y él aporta al barro.
Sonríe; tiene los dientes de cobre, y tampoco frenó al escuchar el segundo grito. Los pies como tartas aumentan su velocidad. Derrotan la resistencia del barro, deslizándose. La Luna deja ver una huella. Los ojos cobrizos se afilan con malicia. La selva se frunce, la vegetación se aprieta. Pero se abre frente a él como una mujer húmeda. Como una selva húmeda. Él penetra la selva, la mujer.
Tiene las uñas de cobre, las hunde en el barro como garras. El tercer grito lo amedrentó. Repta. El barro facilita su avance. Él aporta al barro. Siente cómo su cuerpo se funde en el sudor pegajoso de la tierra. Viborea. Es un reptil moreno y musculoso. Huele las plantas y el barro. Las respira. Siente el hedor de su víctima. Hedor apetitoso. La lengua relame los dientes de cobre y la sonrisa se pronuncia un poco más.
Viajando a la velocidad del viento, se adhiere a las plantas, al barro. Deja tras de sí una estela que embadurna todo. Invisible. Hasta llegar a las fosas que aspiran con fruición el aroma dulce de la sangre.
La selva está de su lado. Más adelante encuentra en un espino la fuente del olor. Sin poder contenerse lo lame excitado. El viboreante avanzar se reanuda, duplica su velocidad. Los ojos cobrizos relampaguean, la sonrisa chorrea hilos de sangre.
La selva es una mancha verde que transcurre a los costados. El aire caliente trae señales inequívocas de la proximidad de la presa. En el éxtasis de la persecución se detiene. Un salto. Un último grito.

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