viernes, 24 de octubre de 2008

Duerme en sus ojos un sapo engordado por años y fajinas. Descansa en la mirada ausente el anfibio, mientras manos antes expertas hacen temblar el té, temblar la tierra y el sapín, lo hacen mear sentado porque la tapa y la higiene. El séquito de gallinas pencosas sigue sus trancos, el ladrido le guía el paso. Y la voz, como respondiendo a la raíz de los ecos, acariciando el pasto. Pero ya no son fuego sus palabras, apenas saliva y escombros.
Quema de vez en vez un tango en la garganta, un tango espumoso, añorante. Que no es siquiera vómito, apenas decir estoy acá, atrás del sapo.
Rey cojo entre cacareos, señor del almácigo, retoño de literato. Vida con sabor a barro y a derrota. Su ya esquiva sonrisa-porcelana refleja torcazas y conejos, un hijo perdido, una piedra y una hoz.
Pero la tierra que siempre reclama, lo reclama. Por eso la figura encorvada, las comisuras secas y la palabra baja, bajita, murmullo, susurro, suspiro.

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