miércoles, 3 de junio de 2009

Hibernación última

Son tus círculos de baba en la almohada. Son tus pies de vidrio destemplado en el colchón y las manos, apenas las manos, exactamente las manos. Desesperadas-entrelazadas-apretadas-desencajadas. Tus ojos que ni siquiera. Tan solo están ahí, en las cuencas como se supone deben.
Sí, eso lo reconozco, movés los labios y decís cosas. Pero no puedo no quiero no siento que deba escucharte. Embarrás quien realmente sos, te desfigurás. Mejor concentrarse en tus manos, ellas sí dicen. Con su temblor parece que trataran de escaparse del cuerpo inválido, que quisieran avisarnos a todos que eso que pasa no es justo, no tiene por qué. Que en el fondo, ahí al ladito de los intestinos, enterrado en la próstata hinchadísma, estás vos, un poco asustado, un poco aburrido, esperando y viendo y desesperando también, seamos sinceros. Desde hace un tiempo que te fuiste recluyendo, en contra de tu voluntad, en la cavidad esponjosa. Se nota en las fotos por ejemplo. Cada vez hubo menos sonrisas y se fue dejando ver la cara neutral de la enfermedad. La cara que está ahí pero no está ahí.
Pasa que antes te dejabas ver. De pronto saltabas con una anécdota renovada un poco por la imaginación, un poco por las ganas de contar algo nuevo y otro poco por las inconmensurables ganas de ser quien eras y no la cara neutral de la enfermedad. Enfermedad que te fue robando la memoria de a pedacitos. Te fue mezclando lo que no pudo robarte. En fin, te fue enterrando en la maldita próstata.
Todavía recuerdo tu manotazo de ahogado, el día que hiciste tu último esfuerzo por recordarnos que estás ahí. Era Navidad y habías venido a mi casa. Ya te ibas, la enfermedad también gozó de quitarte los momentos con la familia, tu tesoro y mejor logro. Enderezaste tu figura encorvada y le escupiste un buen gargajo de colores en la cara a la puta enfermedad. Un gargajo que rebalsaba flema, asco y dignidad. Un gargajo en forma de tango, de quejido melodioso.
Al poco tiempo de eso, círculos de baba en la almohada y las manos, las manos.
Hay veces en que la enfermedad cava tan hondo, despiadada. No tiene consideración, te mezcla los tiempos. Entonces parece que los ojos reviven y van a salirse de las cuencas. Las manos supuran dolor y llorás y hablás y te encomendás al hijo muerto. Es ella tratando de sacarte el jugo que te queda, tratando de vencerte del todo, de matarte en tu cárcel porosa.
Quizá cuando hasta ella se vaya, tengas tiempo de salir y mostrarte alguna vez más. Sería esperar mucho otro tango. Pero quizá tengas tiempo de naturalizar la expresión, ponerle tu humanidad. Aunque sólo nos dejes ver lo que ya gritan con dedos y uñas y nervios tus manos.

martes, 2 de junio de 2009

Tiene la mirada de cobre y no frenó al escuchar el grito. Los pies como tartas, encharcados. El andar trabajoso. La Luna contornea su figura. Todo él chorrea, aporta al barro circundante. Las plantas y matorrales no lo frenan, lo acarician. El barro lo frena. Y él aporta al barro.
Sonríe; tiene los dientes de cobre, y tampoco frenó al escuchar el segundo grito. Los pies como tartas aumentan su velocidad. Derrotan la resistencia del barro, deslizándose. La Luna deja ver una huella. Los ojos cobrizos se afilan con malicia. La selva se frunce, la vegetación se aprieta. Pero se abre frente a él como una mujer húmeda. Como una selva húmeda. Él penetra la selva, la mujer.
Tiene las uñas de cobre, las hunde en el barro como garras. El tercer grito lo amedrentó. Repta. El barro facilita su avance. Él aporta al barro. Siente cómo su cuerpo se funde en el sudor pegajoso de la tierra. Viborea. Es un reptil moreno y musculoso. Huele las plantas y el barro. Las respira. Siente el hedor de su víctima. Hedor apetitoso. La lengua relame los dientes de cobre y la sonrisa se pronuncia un poco más.
Viajando a la velocidad del viento, se adhiere a las plantas, al barro. Deja tras de sí una estela que embadurna todo. Invisible. Hasta llegar a las fosas que aspiran con fruición el aroma dulce de la sangre.
La selva está de su lado. Más adelante encuentra en un espino la fuente del olor. Sin poder contenerse lo lame excitado. El viboreante avanzar se reanuda, duplica su velocidad. Los ojos cobrizos relampaguean, la sonrisa chorrea hilos de sangre.
La selva es una mancha verde que transcurre a los costados. El aire caliente trae señales inequívocas de la proximidad de la presa. En el éxtasis de la persecución se detiene. Un salto. Un último grito.

viernes, 24 de octubre de 2008

Duerme en sus ojos un sapo engordado por años y fajinas. Descansa en la mirada ausente el anfibio, mientras manos antes expertas hacen temblar el té, temblar la tierra y el sapín, lo hacen mear sentado porque la tapa y la higiene. El séquito de gallinas pencosas sigue sus trancos, el ladrido le guía el paso. Y la voz, como respondiendo a la raíz de los ecos, acariciando el pasto. Pero ya no son fuego sus palabras, apenas saliva y escombros.
Quema de vez en vez un tango en la garganta, un tango espumoso, añorante. Que no es siquiera vómito, apenas decir estoy acá, atrás del sapo.
Rey cojo entre cacareos, señor del almácigo, retoño de literato. Vida con sabor a barro y a derrota. Su ya esquiva sonrisa-porcelana refleja torcazas y conejos, un hijo perdido, una piedra y una hoz.
Pero la tierra que siempre reclama, lo reclama. Por eso la figura encorvada, las comisuras secas y la palabra baja, bajita, murmullo, susurro, suspiro.

jueves, 2 de octubre de 2008

Cardones

Hombres esculpidos
palmas en alto, pecho al viento
y corazones secos.
Conteniendo entre sus dedos toscos
tanta tierra
y años sangre.
Años totura.
Años desarraigo.
Tierra sangre,
tierra tortura,
tierra desposeída.

Latente reclamo,
el verdadero grito latino, humilde y profundo.
Hombres pasados
y pisados.
Encarnados en la sequedad
de lágrimas de polvo,
en la vorágine de furia sorda.
La cara besando el cielo,
los pies hundidos en la madre tierra.
Desesperación quieta.
Resistencia tibia eterna neta.
Cardones corajudos,
cardones flagelo,
cardones del norte.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Caminamos, frenamos, tomamos, comimos y fumamos. Después fueron ráfagas de color en palabras. Hilos azulados de boca en boca. Hicimos pulóveres de verbos y de humo. Se nos escapó la Luna de las manos y nos percatamos de que ya no estaba, sólo cuando vimos la rana muerta raspando el pavimento. Atinamos a ser montaña entre ecos. Fue nuestro reflejo o última lucidez. Así estuvimos escuchando ladridos por horas. Jaurías enteras o apenas un perro ladrándole a su eco entre las montañas. Qué diferencia hay si la montaña a mi lado no lleva tu nombre. Si la carrera de barcos fue sólo una excusa, malgastar el tiempo para que pase y sea noche al fin y podamos jugar a las montañas y a los ecos. Y si estamos de acuerdo y es verdad que nada de todo eso importa, ¿qué hacés acariciando a ese perro sarnoso, atándole a la herida tu mejor pañuelo? No me respondés, claro, yo sigo siendo montaña entre ecos y no puedo hablarte. Nada te digo y veo con desesperación terrosa cómo se ensucia tu pañuelo verde. Cómo se marcan las venas de tus ojos, de a poquito. Cómo la sarna del perro se pasa a tu piel. Poco a poco te consume, te flagela. Te deshacés roca, te deshacés tierra. Cúmulo montaña al pie de yo montaña. De yo desesperación terrosa. Te rodeo ahora valle, cortejo fúnebre. Se me cae un alud encima del perro sarnoso -pobrecito, qué pena me da-. Ahora espero valle. Espero alud asesino. Espero a que la rana muerta deje su marca en el pavimento y la Luna sea otra vez en mi mano.
Espero.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Los hubo armoniosos, los hubo cordiales y aburridos. Pero ese beso que es lucha, chocar de espadas, cruce de ideas. Que es anfiteatro de muerte, de resurrección, de muerte más sabrosa. Cerrar los ojos y la batalla incansable que nada sacia. Los dientes, fieles aliados, endulzan dolores y hacen treguas húmedas de tanta lengua y tanto labio.
La lucha no se detiene en el recinto mojado y son las manos desviviéndose en un falsete de abrazo, desgastando las uñas en la espalda, cuello, hundiendo los dedos en curvas blandas, rumiando pezones. Sólo para endulzar el tacto suave (casi digo caricia) en el pómulo o en el dorso de la mano rival.
El breve pacto azul queda atrás y la lucha se extiende más y más. Se encuentran los jadeos bullentes de calor, la entera pelea se vuelve un vaivén amortiguado donde el único que sufre es el elástico de la cama. Del fragor de la batalla nace una paz renovada, un sopor blando. Los párpados reptan lentos a la oscuridad.
Se abren los ojos cinco minutos antes de que suene el despertador. Esos cinco minutos hasta la alarma sirven para reconstruir la noche ya borrosa. Un ritual culposo, el beso tímido en la mejilla engendra media sonrisa y los cuerpos se separan sin preparación y es la mañana cascoteando la sien y las manos antes ávidas de guerra y de paz y de amor vuelven a ser peones y agarran la ropa amontonada con descuido al pie de la cama para tirarla dentro de la valija. Vuelve a sonar el despertador, que ya son y veinte, qué lo parió, pero los ojos no quieren encontrarse y la desnudez antes espléndida es ahora flaca y huidiza.
Después son las corridas, la arena en las zapatillas y quizás en los ojos, por eso debe raspar tanto parpadear. No más exhuberancia, lengua seca y labios partidos.
Son y media pasadas, llegué de pedo. Soltar el bolso que otras manos tiran en la baulera y es el momento que no quería que llegue (disimulá, puto) asi que un esbozo de saludo despreocupado pero los labios se encuentran igual y la sensación de asfixia, de segundo eterno. Pero el reloj y el micro que se va y poco les importan los humanos y sus historias.

viernes, 22 de febrero de 2008

Me quedé flotando en el agua panza arriba. Sentí la caricia azul, el ingrávido enviado del cielo. Miré las nubes y su inútil intento de arrastrar el celeste impávido. Las arrugas en los dedos fueron el tiempo. Cada surco ahondado de mis huellas digitales representó un día. Cada dedo una semana, quizás. El contraste entre el calor amarillo en mi panza y el frío acuoso de la espalda fueron la conciencia de mi persona. La mojada cadencia a mis costados me mostró el movimiento. Los dedos se me arrugaron cada vez más, el nivel del agua subió cada vez más, salada de tantas lágrimas y tantos mocos y orines.
Me cansaron las arrugas de los dedos, me harté de sentir tiempo, cadencias, mi propia persona. Me levanté y se hizo noche. Pisé y era barro, no lo dudo y sonó un te dije que mejor, que para qué si total no hacíamos nada y mirá ahora. Ya no más bóveda celeste en los ojos, oscuridad nada más. Me agarró mucho miedo, corrí y me golpeé. Sangre caliente se me metía en los ojos. Sentí otros pasos, otras corridas. Frené. Aún barro. Sentí que había alguien más y hablé. Me contestó un grito de horror y nuevas corridas, me dejé llevar y corrí otra vez. El tiempo transcurría en forma de viento en mi cara, de nuevas irregularidades en el barro, de nuevos golpes y sangre caliente. De cansancio en las piernas. Notaba el movimiento y mi propio cuerpo en el terrible avanzar sin descanso. Uno de los pies no pudo adelantársele al otro y el barro en la cara mezclado con la sangre y otra vez las lágrimas, el no poder detenerse, avanzar a gatas. Algo blando que se movía a toda velocidad me golpeó y un grito desesperado distinto del que vomitaba mi garganta. Ya ni a gatas, arrastrarse, pero no detenerse. Buscando el agua salada, los dedos arrugados. El estanque neural, escape de la conciencia. Y del bicho que no anda tanto como dicen. Pero barro y moretones. Levantarse aguantar el dolor y correr de nuevo. Desenfreno. Golpes. Gritos. Barro. Cortezas ásperas. Más barro. Vacío. Caída-splash.
De nuevo panza arriba. Voy a estar curado cuando ella vuelva, quizás.