domingo, 28 de septiembre de 2008

Caminamos, frenamos, tomamos, comimos y fumamos. Después fueron ráfagas de color en palabras. Hilos azulados de boca en boca. Hicimos pulóveres de verbos y de humo. Se nos escapó la Luna de las manos y nos percatamos de que ya no estaba, sólo cuando vimos la rana muerta raspando el pavimento. Atinamos a ser montaña entre ecos. Fue nuestro reflejo o última lucidez. Así estuvimos escuchando ladridos por horas. Jaurías enteras o apenas un perro ladrándole a su eco entre las montañas. Qué diferencia hay si la montaña a mi lado no lleva tu nombre. Si la carrera de barcos fue sólo una excusa, malgastar el tiempo para que pase y sea noche al fin y podamos jugar a las montañas y a los ecos. Y si estamos de acuerdo y es verdad que nada de todo eso importa, ¿qué hacés acariciando a ese perro sarnoso, atándole a la herida tu mejor pañuelo? No me respondés, claro, yo sigo siendo montaña entre ecos y no puedo hablarte. Nada te digo y veo con desesperación terrosa cómo se ensucia tu pañuelo verde. Cómo se marcan las venas de tus ojos, de a poquito. Cómo la sarna del perro se pasa a tu piel. Poco a poco te consume, te flagela. Te deshacés roca, te deshacés tierra. Cúmulo montaña al pie de yo montaña. De yo desesperación terrosa. Te rodeo ahora valle, cortejo fúnebre. Se me cae un alud encima del perro sarnoso -pobrecito, qué pena me da-. Ahora espero valle. Espero alud asesino. Espero a que la rana muerta deje su marca en el pavimento y la Luna sea otra vez en mi mano.
Espero.

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